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La extraordinaria supervivencia de Albertine en medio del genocidio en Ruanda

Internacional > Justicia > Francia > La extraordinaria supervivencia de Albertine en medio del genocidio en Ruanda
Por Lucie PEYTERMANN,  publicado el 27 enero 2021 en 14h24 CET, modificado el 27 enero 2021 en 21h25 CET.
 8 minutos

"Adiós mamá, nos vemos en el cielo". En 1994 la joven Albertine sobrevivió a un ataque que acabó con su familia y después a los meses de horror del genocidio en Ruanda. En diciembre, pudo despedirse de ellos ante los posibles restos de sus familiares.

Acurrucada con pudor y pena entre el muro y una vitrina que contiene cráneos y huesos, Albertine Mukakamanzi, vestida de negro, llora en silencio ante el monumento de Kibuye, en el oeste de Ruanda.

Inaugurado en 2019, fue construido en el lugar de las matanzas del estadio Gatwaro, donde sus padres, sus hermanos y su hermana pequeña fueron asesinados en abril de 1994, como muchos miles.

Era la primera vez que Albertine, de 48 años, la única superviviente de la familia, veía las prendas y huesos de las víctimas. Algunos quizás de sus familiares. La conmoción fue tremenda.

El lugar es opresivo: ataúdes, una enorme estantería cubierta de prendas desgarradas y manchadas de sangre. Cepillos para el cabello, pipas, rosarios de las víctimas colocados sobre una mesa.

“No sé lo que me está pasando, no suelo llorar…”, susurra Albertine, agarrándose a la reja del exterior del monumento. “Miré a ver si veía la ropa de mi madre, pero no la encontré…”.

Albertine tiene una personalidad arrebatadora. Trabajó 18 años en la policía ruandesa y lleva varios años divorciada de su marido, un superviviente como ella pero con traumas. Crió a dos hijas que tienen 24 y 20 años y sobrevivió a un grave accidente de tráfico.

Muchos supervivientes explicaron a la AFP que hubieran preferido morir durante el genocidio, para no tener que sentirse culpables de seguir vivos cuando sus padres, hermanos y hermanas fueron masacrados. “¿Por qué yo?”. Esta pregunta es como una tortura para ellos.

Pero también porque estos supervivientes, como Albertine, tuvieron que atravesar las tinieblas del genocidio, un sufrimiento atroz, y presenciaron una violencia inconcebible.

“Nos esperaba la muerte”

Durante la entrevista con una periodista de la AFP cerca del lago Kivu, en Kibuye en diciembre, Albertine contó cómo fueron los más de dos meses que siguieron al genocidio de su familia en una sorprendente inmersión en su memoria de 1994.

Tras el incendio de su casa en las primeras semanas del genocidio en la localidad de Rubengera, su familia huida como miles de otros tutsis se refugió en el estadio Gatwaro donde, les aseguraron, los gendarmes los “protegerían”.

En realidad, como en el hotel Home Saint Jean o en la iglesia de Kibuye –cuyo párroco, tío de Albertine, fue arrojado desde el campanario– el estadio fue atacado por milicias extremistas hutu. Los “Interahamwe” fueron los principales brazos armados de un proceso sistemático de exterminio –a menudo precedido de torturas– de los habitantes de la minoría tutsi: vecinos, amigos, hombres, mujeres, niños, sin distinción.

Entre abril y julio de 1994, este genocidio contra la minoría tutsi, orquestado por el régimen extremista hutu en el poder, causó más de 800.000 muertos.

“Cuando oímos de lejos horas de tiroteos y vimos a los ‘interahamwe’ empuñar los machetes delante del estadio (…) rápidamente comprendimos que lo que nos esperaba era la muerte”, recuerda Albertine.

Y el 18 de abril en la tarde, “dispararon, dispararon, dispararon, lanzaron granadas; después por la noche, vinieron a matar a la gente con machetes y cuchillos”. Cuando cayó la noche, la familia trató de reunirse. Su hermano mayor ya había muerto. El padre y su hermana pequeña estaban gravemente heridos con metralla de la granada y su otro hermano y dos sobrinos habían desaparecido.

“Después de llorar, le dije a mamá: ‘vamos a morir… tenemos la suerte de estar vivas, tenemos que irnos'”. Pero su madre, “muy creyente” le dijo que había jurado a Dios que no “dejaría a papá ni con buen tiempo ni con mal tiempo”.

Albertine cuenta, con emoción, que dejó a su madre arrodillada rezando cerca de su marido y de su hijita a una suerte funesta de la que ambas eran conscientes. “Le dije: ‘adiós mamá, nos vemos en el cielo”. En la noche del 18 al 19 de abril, los “interahamwe” entraron de nuevo en el estadio para acabar de matar a los heridos y a los supervivientes, dice Albertine. Se estima que hubo 10.000 muertos.

A la salida del memorial, Albertine muestra la montaña recubierta de árboles, justo detrás, por la que escapó.

“Guerra” a los perros

Durante semanas, vivió como una bestia. Se escondía durante el día en el bosque y salía de noche.

Un día, se cruzó con un grupo de habitantes hostiles, que la agredieron y desnudaron. Una mujer le dio una cuchillada en un seno.

Trató de ir a casa del “hermano de su madrina” en una escuela de Kibuye, pero no encontró a nadie: “Había cuerpos por todas partes en la escuela”. Descubierta por un grupo de “interahamwe”, a Albertine, agotada y hambrienta, le dieron la orden de cavar un agujero para “enterrar vivo a un bebé que erraba por allí y trataba de lamer el agua de la lluvia”.

“Me negué… Me iban a matar de todas formas”, dice con la mirada perdida. “Entonces, un ‘interahamwe’ cavó, puso el bebé en el agujero… Todavía le estoy viendo cómo sacudía la cabeza para tratar de retirar la tierra que tenía en la boca”. Después a la joven le dieron mazazos y la dejaron tendida. Con cada recuerdo violento, Albertina se golpea en las piernas o en las manos.

En este infierno, una luz de esperanza: un joven hutu que vivía en este barrio la descubrió y decidió esconderla en su casa, por caridad, aunque le dijo que como era muy religioso no la “tomaría por esposa”.

Pasaba el día encerrada con candado en la habitación mientras el joven se dedicaba a sus labores y en la noche se escondía en la penumbra de las inmediaciones de la casa. Hasta que un día la madre del joven la descubrió: “¡Hay una inyenzi (cucaracha) aquí!”, gritó en plena luz del día.

Un grupo de habitantes la agredió y los machetazos le causaron graves heridas en la cabeza, cuyas cicatrices disimula bajo sus largas trenzas. Cuenta que la “arrojaron a las letrinas” del colegio, por “encima de cuerpos apilados”.

“Pero nada se opone al destino”, dice. El joven la sacó de las letrinas con una cuerda, antes de huir ante la llegada de los milicianos. “Estaba cubierta de suciedad, de gusanos en mi cuerpo, y olía fatal, y dijeron : ‘dejadla, de todas formas va a morir…'”.

Entonces empezó el “viaje más largo que he tenido en mi vida”, dice: llegar, sin fuerzas, apenas sosteniéndose en pie, al hospital de la ciudad para tratar que la curaran. “El gran problema que tenía eran los perros, que comían los cuerpos, y que me querían comer también a mí; tuve que apartarlos con una rama de árbol”.

“Cada gesto te recuerda a la familia”

En esta deshumanización a la que se vio reducida, Albertine asegura que no la violaron. “Tenía 21 años pero el aspecto de una mujer mayor y olía a cadáver”. Se cruzó con milicianos que decían: “dejad a ese despojo, va a morir”.

En el hospital de Kibuye, “donde estaba estrictamente prohibido curar a tutsis”, un enfermero la escondía durante el día en la morgue con otras jóvenes.

Algunas enfermeras la curaban a escondidas y le echaban de vez en cuando cubos de agua en el cuerpo para lavarla y quitarle “los insectos en sus heridas”.

Pero un día, la morgue quedó cerrada. Albertine y otras jóvenes fueron descubiertas por los “interahamwe” que las llevaron secuestradas a una cárcel. Hasta la llegada inesperada de una monja holandesa de la iglesia a la que acudía Albertine, que había salido a buscarla y que logró pagar a la policía para liberarla. Se refugió en casa de un amigo de su hermano mayor y a finales de junio, se enteró de que “habían llegado los franceses” a la ciudad y logró encontrar refugio en un campo de la operación militar-humanitaria francesa Turquoise.

Albertine ha rehecho su vida, como muchos supervivientes, en la agitación y el anonimato de la capital Kigali. Nunca volvió a vivir en “su bosque” de Rubengera. Desde hace diez años, ayuda en las investigaciones que realiza en Ruanda la pareja franco-ruandesa Dafroza y Alain Gauthier, que tratan de desenmascarar a presuntos genocidas refugiados en Francia.

Tiene previsto declarar en el juicio en un tribunal París del franco-ruandés Claude Muhayimana, acusado de “complicidad” de genocidio por haber transportado en el oeste del país –sobre todo en la región de Kibuye– a milicianos “interahamwe” a los lugares de las matanzas. Previsto en febrero, el juicio se ha aplazado indefinidamente debido a las dificultades de los testigos para viajar por la crisis sanitaria del covid-19.

A vuelo de pájaro del lago Kivu, el memorial de Kibuye está situado cerca de una escuela. La vida se ha reanudado y los gritos de los niños que juegan en el patio rompen el silencio del lugar.

“Mi familia ha muerto, pero sigo aquí para que se haga justicia, es lo que puedo hacer por mi familia”, dice Albertine. “Lo que espero del juicio, es alivio, si la justicia hace su trabajo.”

“En realidad, ningún superviviente puede pasar un solo día sin pensar en ello: cada gesto te recuerda a alguien de tu familia, a una amiga… pero no hay que pensar todo el tiempo, porque hay que vivir”.

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